Un país soñado con música

VIERNES

Buena hora para el Tigre

Es una fortuna que los sueños provincianos, los delirios municipales que persiguen a ciertos niños prodigio, no den un paso más allá del dintel de la puerta de sus dormitorios. Lo digo por Eduardo Lizalde (Ciudad de México, 1929), que estaba seguro de que estremecería al mundo porque sus talentos le marcaban el destino de ser una mezcla de Tito Rufo, Miguel Ángel y Góngora. Pero la vida le puso una jáquima y lo ha dejado nada más que como uno de los grandes poetas de la lengua española.

El escritor acepta la dispersión de sus ilusiones de juventud ahora que utiliza lo que aprendió de canto y composición para hacer crítica de música. En el momento en que sus amigos lo admiran más como carpintero y degustador de vinos, dandy en reposo o ajedrecista que como paisajista y que México, América Latina y España quieren saber de sus versos cazados vivos en las calles.

Lizalde hizo en su primera juventud, y en algunos territorios de la segunda, un doctorado en fracasos políticos y literarios. Después de varios esfuerzos por mantenerse en línea, se borró de la lista de militantes comunistas y, además, publicó un libro de cuentos y una novela a las que casi nadie les hace caso. Ha sido un poeta de búsquedas y capturas, leal a los desencantos estudiados y tramposos, al temor a la muerte y a los vicios y placeres de ateo sin esperanzas de paraíso que comparte con un tigre para que el pobre animal pague todas las culpas y esconda las oscuridades del pecador en sus rayas negras.

Con su libro El tigre en casa entra en la poesía de Lizalde ese animal como imagen central, como emblema polisémico, según escribió el crítico mexicano Luis Ignacio Helguera, y se hace notable «la creación de climas en los que la inteligencia y la pasión se enfrentan en un duelo que concluye en atmósferas enrarecidas y en la extraña, alucinante armonía del poema».

Un poeta, un gran poeta con tiempo para el amor y la amistad y para hacer una labor impresionante como promotor de la cultura en bibliotecas, suplementos culturales, la radio y en cualquier sitio donde le den la palabra y un espacio. Ha publicado una decena de libros y éstos son algunos de los más importantes: Cada cosa es Babel, Caza mayor, La zorra enferma, Memoria del tigre, Tabernarios y eróticos y Otros tigres.

Lizalde no llegó a ser ese frankenstein de Rufo, Miguel Ángel y Góngora que él quería. Su obra de poeta milagroso, que según su querido amigo Octavio Paz es precisa, limpia y no exenta de piadosa ironía, le ha permitido, gracias al premio Federico García Lorca de este año, compañías más cálidas como José Manuel Caballero Bonald, Juan Gelman, Ángel González, Blanca Varela, José Emilio Pacheco, Francisco Brines, Tomás Segovia y García Baena. Aquí están unos versos de Lizalde: «Hay un tigre en casa/ que desgarra por dentro al que lo mira./ Y sólo tiene zarpas para el que lo espía,/ y sólo puede herir por dentro,/ y es enorme... Ni siquiera lo huelo/ para que no me mate./ Pero sé claramente/ que hay un inmenso tigre encerrado/ en todo esto».

LUNES

Óscar en el fin del mundo

El escritor Óscar Hijuelos (Nueva York, 1951- 2013) vivió sus 62 años con la noche de una ciudad lejana en la cabeza, un mundo que nunca tocó y en el que entraba desesperado por los relatos de sus padres y por la música, la materia que le daba boletos para regresar de pronto a un cabaret de La Habana aunque almorzara en un cuchitril del Bronx.

Estaba destinado quizás a seguir el trabajo de preservación y reinvención de la bohemia habanera que había iniciado en los años 50 su compatriota Guillermo Cabrera Infante, pero el exilio de sus padres y su nacimiento fuera de Cuba le obligaron a ser un nostálgico sin punto fijo del dolor por el sitio perdido. Lo que él trataba de salvar en sus novelas era una geografía para vivir en ella y una ilusión con las esquinas rotas por la desmemoria y los boleros.

A los cinco años ya casi no hablaba su idioma natal, pero entendía, siempre lo entendía. Cuando era niño, recordó Hijuelos en sus memorias que publicó hace dos años, «me enfermé y me pasé un año en un hospital lejos de mi familia y de mi cultura». «Mi madre dijo que entré hablando español y salí hablando inglés». Así es que también las historias de los amigos, las lecturas y los recuerdos le llegaban con las alternativas de las traducciones o en las versiones al castellano de Cuba, para imaginarse el universo único que el escritor armaba como metáfora de la isla de donde venían sus padres.

Esa es la realidad de Los reyes del mambo tocan canciones de amor, la novela que le convirtió en el primer hispano en ganarse el premio Pulitzer en 1990 y que marcó, de alguna manera, los otros siete libros que escribió antes de caerse muerto esta semana en una cancha de tenis.

Desde lejos, en otro idioma, con su obra y su obstinación por cantarle a una ilusión, Hijuelos también ha rescatado un país que ya sólo existe en las ensoñaciones y ha enseñado una manera diferente de querer a Cuba.